sábado, 13 de janeiro de 2007

Panadero-ero

En un cuento de Guy de Maupassant, la joven sirvienta de una casa burguesa va con su canastro bajo el brazo a comprar el pan de cada mañana. Por un ventanuco espía al joven panadero amasando y se lleva consigo la imagen de suas anchas espaldas, sus brazos poderosos, la piel brillante de sudor y esas manos sensuales sobando y sobando la masa con determinación de amante, tal como ella quisiera ser tocada. Y como es cuento de amor, su fantasía se cumple con creces. La vista de uno de esos grandes panes campesinos me trae el inevitable recuerdo del panadero de Maupassant y sus manos en la masa y en la carne firme de la muchacha... Hay manos y manos, unas pesadas y torpes, otras pequeñas y fuertes, las hay livianas y temerosas, otras grandes y gentiles, pero para hacer pan y para hacer el amor, lo que importa es la intención que guía a la mano...

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Recuerdo la cocina de un convento en Bruselas, donde presencié, reverente, la misteriosa cópula de la levadura, la harina e el agua. Una monja sin hábito, con las espaldas de un cargador de muelles y las manos delicadas de una bailarina, preparaba el pan en moldes redondos y rectangulares, los cubría con un paño blanco mil veces lavado y vuelto a lavar, y los dejaba reposar junto a la ventana, sobre un mesón de madera medieval. Mientras ella trabajaba, en otro extremo de la cocina se producía el sencillo milagro cotidiano de la harina y la poesía, el contenido de los moldes cobraba vida y un proceso lento y sensual se desarrollaba bajo esas blancas servilletas que, como sábanas discretas, cubrían la desnudez de las hogazas. La masa cruda se hinchaba en suspiros secretos, se movía suavemente, palpitaba como cuerpo de mujer en la entrega del amor. El olor ácido de la masa en fermento se mezclaba con el aliento intenso y vigoroso de los panes recién horneados. Y yo, sentada sobre un banquillo de penitente, en un rincón oscuro de esa vasta habitación de piedra, inmersa en el calor y la fragancia de aquel misterioso proceso, lloraba sin saber por qué...
Isabel Allende, Afrodita.

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